“Lo importante no es lo que nos hace el destino,
sino lo que hacemos nosotros con él.”
Florence Nightingale
Hace diesiseis años mi hija y yo llegamos a los Estados Unidos. Mi esposo y mi hijo ya estaban aquí. Nelly, la prima de mi marido, nos recogió en el aeropuerto JFK; luego nos llevó a Connecticut, donde vivía. Era un sábado ventoso cuando llegamos y, por suerte para nosotros, mi esposo ya había encontrado un trabajo en Nueva Jersey.
Mi esposo llevaba quince días viviendo en la casa de un amigo, ese mismo amigo le consiguió el trabajo de electricista. Julian era su nuevo amigo, vivía con su esposa y su nuevo bebé, que tenía casi 40 días de nacido.
El lunes siguiente mi esposo me llamó y me dijo que la esposa de Julian necesitaba ayuda en su último día de “Dieta”, es decir, 40 días después del nacimiento del bebé. En mi país, el día antes de finalizar la dieta tiene un significado especial, es el día en que las mujeres deben tener una ducha a base de plantas medicinales y permanecer en su dormitorio.
La esposa de Julian necesitaba quien la ayudara con nuestro ritual tradicional. Todos en su familia tenían que trabajar, yo tenía disponibilidad y el mejor ánimo de colaborar. Entonces el miércoles siguiente a mi llegada a USA, Nelly me llevó a la estación de tren de Danbury. Antes de dejarme sola en la estación, habló con uno de los pasajeros y me recomendó. No era para menos, era la primera vez que tomaba un tren en un país de habla inglesa y parecía preocupada al reconocer que ella nunca había tomado el tren para viajar a Nueva York.
Creo que todos los que hemos llegado por primera vez a Estados Unidos hemos sentido esa sensación de orfandad y desamparo: solos en un país extraño, cientos de personas que pasan a tu lado, con la limitante enorme del idioma y en esos sitios colosales y poco acogedores, para mi gusto, que son los aeropuertos y las centrales de transporte.
No me amilané, tomé el tren y viajé sola desde Connecticut a Penn Station, Nueva York. Y aquí va toda la confusión. Tenía entendido que la última parada de este tren sería Penn Station, el lugar donde mi esposo me estaría esperando. Con esta certeza bajé del tren con una maleta grande, sin teléfono celular ni idioma inglés. Lo primero que hice fue buscar teléfonos públicos.
Me hice entender por señas y algo de inglés básico, supe que los teléfonos estaban ubicados en el primer piso, así que tomé mi maleta y bajé las escaleras.Llamé a mi esposo para saber dónde estaba exactamente y me dijo: “Estoy en la cabina de información”, justo después de eso dijo: “Te estoy esperando con los brazos abiertos”.
Una vez más tomé mi maleta, miré a mi alrededor y solicité, a mi manera, indicaciones. Finalmente encontré la cabina de información, pero no vi a mi esposo. ¡Esa fue una gran decepción! Después de probar todas las casetas de información, en cada piso de la estación y cargando mi maleta, volví a llamar a mi esposo y le dije que estaba cerca de la exhibición de autos deportivos.
Enojado por tan larga espera, me contestó: “¿Estás loca? Pregunté y esta estación no ha tenido una exhibición como esa.” En ese momento supe que algo andaba mal, pero ¿cómo podría tener yo la razón si solo llevaba en los EEUU cinco días? Me sentí contrariada. No hay nada más molesto que sentirse preso de las circunstancias y no tener a mano una solución rápida.
Estaba exhausta, hambrienta y preocupada, volví a llamar a mi esposo y me dijo que nos viéramos en la salida de la estación. Nada. La cosa era de locos. Parecía una historia de Kafka, nos buscábamos, nos dábamos coordenadas y, como si fueran universos paralelos, no podíamos encontrarnos. Después de dos horas, rayando ya en el desespero, subí las escaleras para pedir información y, por fin, me topé con un policía. De nuevo, haciendo despliegue de lo poquito que me quedaba de paciencia, me hice entender y corroboré mis sospechas: estábamos en estaciones diferentes.
Llamé a mi esposo y le conté el final del acertijo: todo el tiempo nos buscamos en la Penn Station, pero yo había llegado a la estación Grand Central. Eso explicaba la confusión. Infortunadamente mi odisea no terminaba allí. Mi esposo en la última llamada me preguntó si podía tomar el tren a Elizabeth, Nueva Jersey, por mi cuenta. No sé de dónde le salen arrestos a uno para hacer ciertas cosas, el caso es que le respondí: “Sí” ¿Qué otra opción tenía? La noche, enemiga en estos casos de extravío, se cernía hacía rato sobre la mole citadina que amenazaba engullirme. Y seguirían cayéndole palos a la rueda de este viaje incierto.
En la taquilla de la estación me enteré que no había trenes con itinerario hacia Elizabeth. Sentí un baldado de agua fría. No me lo van a creer. Saqué la entereza colombiana, salí de la estación, pedí direcciones y eché a andar. Me estrenaba en “La capital del mundo”, sola en medio de la noche, sin conocer a nadie, con la ansiedad de llegar donde los míos.Caminé desde Grand Central hasta Penn Station llevando a cuestas la maleta que, en estos casos, comenzaba a estorbar. Ya eran alrededor de las diez de la noche, el recorrido se me hacía eterno, apreté el paso. Afortunadamente Manhattan tiene sus calles rectas y su nomenclatura me facilitaba la forma de seguir los números de las calles.
Por fin la Penn Station. Afanosamente busqué una taquilla, no fuera más que no alcanzara el tren para Elizabeth. Fueron momentos de angustia. ¿Qué haría? Uf, respiré, si había uno programado y pronto saldría. Fueron más las prevenciones y el recelo de un recién llegado porque la gente de Nueva York se mostró amable y servicial. Cerca de la medianoche, con el cansancio de la incertidumbre y la caminata, arribé finalmente a Elizabeth. El gozo de encontrar a mi esposo era indescriptible. Sentí la sensación de quien ha errado sediento en el desierto y encuentra un oasis.
Con el paso de los años, cada vez que rememoro este episodio de mi vida, quiero pensar que mi llegada a “la Ciudad que Nunca Duerme”, era una puesta a prueba que supe vencer y vislumbraba el camino venturoso que se abría a mis pies. Un camino que retomo cada día con el mayor ahínco y el mayor agradecimiento.
Versión original publicada en ingles en el The Foreign Student Voice, Spring 2013 “Have you been lost in the United States”